domingo, 8 de enero de 2012

Don Benito Juárez: su viaje por la Historia


Don Benito Juárez: su  Viaje por la Historia
Hugo L. del Río
Cuando la existencia de la nación está en peligro, los pueblos decididos a luchar por su libertad siempre encuentran a los hombres que los llevarán al triunfo. Esto es un lugar común. Pero, si repetimos una y otra vez los lugares comunes es porque nos dicen la verdad. Y la verdad está fuera de discusión, la consigna la historia y la avalan los hechos: de 1857 a 1867 don Benito Juárez fue el capitán de la nave sacudida por tormentas de furia nunca vista.  
La nave no se hundió y los mexicanos confirmaron, para siempre, su vocación republicana. 
¿Quién es este indígena zapoteca que a los doce años ni siquiera sabe hablar español?  Le decían "Juárez, el impasible" porque en su rostro nunca se expresaron ni el abatimiento ante los desastres ni la fuerza espiritual que lo llevó a realizar hazañas de gigante.  
El señor Juárez es un hombre que no se rinde, un estadista más grande que las sucesivas crisis que, con su carácter acerado, va superando, una tras otra. Pudo ser el modelo perfecto para el aforismo del pensador francés quien dijo que "lo que no me destruye, me hace más fuerte."  
Este niño de doce años, que en la noche caminó desde Guelatao hasta la ciudad de Oaxaca porque quería hacer algo, porque quería ser alguien, ya era fuerte, muy fuerte. 
Dicen que los hechos de la historia son fríos, pero en realidad conmueven, porque la historia la escriben seres humanos con la tinta del infinito dolor de la experiencia humana.  
Y uno se conmueve cuando se imagina al pequeño Benito llamando a la puerta de la casa de don Antonio Maza, donde su hermana Josefa trabajaba como empleada doméstica.  
En esa mansión, el niño encontró calor y protección; años después, el licenciado Benito Juárez se casará con Margarita, hija de su protector. Pero esa noche los Maza y Josefa sólo piensan en arropar a esta criatura fatigada tras la larga caminata por la serranía.  
Quién va a saber, quién va a imaginar hasta donde llegará el niño Benito. 
En palabras que el propio Benemérito escribe años más tarde para sus hijos, vive en la ciudad "un hombre piadoso y muy honrado que ejercía el oficio de encuadernador y empastador de libros. Vestía el hábito de la Orden Tercera de San Francisco y aunque muy dedicado a la devoción y a las prácticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud".  
Don Antonio Salanueva enseña las primeras letras al niño Benito, lo lleva a la escuela, vela por su formación. Sin duda, sufrió una desilusión cuando el joven Juárez le hace saber que no ingresará al Seminario, pero respeta y siente afecto por su protegido. El joven Juárez quiere ser abogado; ya vivió, en la escuela, la atroz experiencia de la discriminación, y lo sublevan los fueros, los tribunales especiales y los privilegios de que gozan ciertos estamentos sociales. Ha decidido luchar en favor de la igualdad ante la Ley y a ello dedicará su vida. En 1830 da clases en su Alma Máter, el Instituto de Ciencias y Artes; para entonces ya formaba parte de un círculo político en el que la figura dominante es don Miguel Méndez, un apasionado precursor del movimiento reformista.  
Así, en 1831 el joven universitario es elegido regidor del Ayuntamiento y, pocos meses después, la consulta popular lo vuelve a favorecer. Ahora ocupará una curul en el Congreso del estado.    
Cuando recibe su título profesional, en 1834, ya tiene cierta experiencia política. El abogado Juárez es ahora magistrado interino en la Suprema Corte de Justicia del estado y sufre también su primer destierro. Cae el gobierno y a don Benito lo expulsan de Oaxaca. Los nuevos gobernantes parecen rectificar  y el abogado Juárez regresa, sólo para conocer, ahora, su primera prisión. Como letrado, defiende a los vecinos de la comunidad de Loxicha; ellos se niegan a pagar las contribuciones que les exige el párroco local, quien emplea a la fuerza pública contra los descontentos.
Es una de las aberraciones de la época y está avalada por la ley y la costumbre. Nada se puede hacer contra el sacerdote: lo ampara el fuero al punto que la autoridad recluye en la cárcel a los habitantes de Loxicha y al propio señor Juárez, su abogado defensor. 
Este es un revés que se transforma en una serie de victorias, porque  la gallardía y la intransigencia ante la injusticia le ganan muchos amigos al joven abogado, quien en diciembre de 1846 viaja por primera vez a la capital de la República , como representante de Oaxaca a la asamblea encargada de reformar la Constitución de 1824.
La guerra contra Estados Unidos canceló el esfuerzo.
 En noviembre de 1847 don Benito es designado gobernador interino de Oaxaca y en 1848 gana las elecciones, lo que le permite continuar como Ejecutivo estatal hasta 1852, año en que lo nombran director del Instituto de Ciencias y Artes, cargo que equivale al de rector de la Universidad.

Pero don Benito no nació para vivir en la relativa quietud de la academia. Es político y abogado y en 1853 revive en Etla la experiencia de Loxicha, con el agravante del exilio.
 Ahora, el defensor de la sociedad civil ha despertado la ira nada menos que de Santa Anna, quien, de nuevo en el poder, ordena que don Benito sea confinado en las peores celdas de San Juan de Ulúa. De la lóbrega, temible prisión, sale don Benito a Nueva Orléans. Allá trabajará en humildes menesteres, como encuadernador de libros y retorcedor de tabaco, allá sufrirá la pérdida de hijos, allá conocerá de las penurias, que no puede remediar, de doña Margarita.
 Pero allá, también, estrechará sus relaciones con Melchor Ocampo y otros hombres que, como él, luchan por un México más justo.
 La Revolución de Ayutla derroca a Santa Anna y el nuevo Presidente, don Juan Álvarez, nombra a don Benito ministro de Justicia e Instrucción Pública. Corre el año de 1855 y el oaxaqueño promulga la Ley Juárez , que suprime los fueros de eclesiásticos y militares.
 Pero las condiciones todavía no estaban maduras para el cambio.
 La legislación, que además no se puede aplicar, provoca la cólera del partido de la reacción, que obliga a renunciar al general Álvarez. El general Comonfort --espíritu hamletiano-- ocupa la Presidencia y el señor Juárez regresa a Oaxaca, una vez más como gobernador. Va a estar poco tiempo pero hará muchas cosas:
 Sostiene ocho escuelas normales, y 718 municipales con  25 mil 637 niños y 4 mil 429 niñas. Esto, en una época en la que se consideraba que la mujer no tenía porqué ir a la escuela.
 En noviembre de 1858 Comonfort lo nombra presidente de la Suprema Corte de Justicia, cargo que, de acuerdo con el espíritu y la letra de la recién promulgada Constitución de 1857, equivale al de vicepresidente de la República.        
 La Ley Suprema ya estaba cambiando la vida de México. Fue un paso de titanes. Don Daniel Cosío Villegas sintetiza, de esta manera, el tamaño del desafío:
 "...México se lanzó a vivir el siglo XIX cuando su propia evolución política, económica y social, medida en términos estrictamente occidentales, sólo lo había llevado al siglo XIV o XV". Y agrega:
 "...Para nada estaba México peor preparado que para conseguir la libertad política y la riqueza material, pues jamás había sido libre ni rico, ni había hecho de la libertad o de la riqueza una preocupación mayor o menor, y porque en gran parte, aun las nociones mismas de libertad y de riqueza carecían de sentido para él".
 La Constitución de 1857, ariete con el que se van a abrir las puertas de la modernidad, la escribieron, la vivieron estos hombres de la Reforma en quienes se combinaban la inteligencia con el patriotismo, la cultura con la honestidad, la audacia con el oficio político. Algunos de ellos flaquearon; otros, entraron en conflicto con el señor Juárez. Pero en ese instante, irrepetible, del salto de siglos que fue la Reforma , compartían con el infatigable indígena de Oaxaca el sueño de un México justo y moderno.
 La realidad decía que no, que esto era imposible. Pero el esfuerzo del hombre ha cambiado la realidad muchas veces.  
 Lo cierto es que los hombres, como los pueblos, para vivir, y vivir es crecer, necesitan soñar en imposibles. Max Weber lo dijo con gran claridad:
 "Es verdad que una política eficaz es siempre un arte de lo posible. Pero no es menos verdad que, a menudo, lo posible sólo puede alcanzarse yendo más allá, para alcanzar lo imposible".
 Los reaccionarios no podían aceptar la pérdida de sus privilegios y ya acercaban la mecha al cañón. Recién aprobada la Constitución , el Presidente Comonfort sufrió una crisis, desconoció la Carta Constitucional ,  dio un autogolpe de Estado, puso bajo arresto al señor Juárez y, en resumen, abrió la caja de Pandora de la que salieron los demonios de la Guerra de los Tres Años.
 En estricto apego al orden constitucional, el señor Juárez, quien era titular de la Suprema Corte de Justicia, tomó posesión de la Presidencia de la República.
 Y bien pronto dispararon los fusiles.
 Fue una lucha terrible, de hermano contra hermano. El partido enemigo del progreso dominaba en la capital y el centro de la República. El Presidente Juárez subió al guayín del correo y viajó primero a Guadalajara, donde Guillermo Prieto lo salvó de ser asesinado, y luego al puerto de Veracruz. Allá promulgó las Leyes de Reforma, que establecen la separación de la Iglesia y el Estado, la educación laica, la nacionalización de los bienes del clero, la exclaustración de monjas y frailes, la creación del Registro Civil y la secularización de los cementerios.
 No hay marcha atrás y el acuerdo entre reformistas y conservadores es imposible. Los mexicanos se acuchillan entre sí durante tres años. Después, a la llegada del invasor europeo, la guerra se habría de enconar. El Partido Conservador tiene a Miguel Miramón, genio de la guerra, pero la República disponía del arma que iba a decidir la contienda: la razón y la justicia.
 Y por estos ideales, combatieron  hombres de Nuevo León como Escobedo, don Ignacio Zaragoza y su hermano Miguel, Aramberri, Treviño, Naranjo, Lázaro Garza Ayala, Pedro Martínez, los Arreola, Modesto y Genaro; Ruperto Martínez y muchos más. En todas partes pusieron ejemplo de valor, de lealtad, de apego a las instituciones republicanas.
 Y entre ellos, otro gigante injustamente olvidado: el doctor y general Ignacio Martínez, discípulo predilecto de nuestro Gonzalitos. 
Estos nuevoleoneses no eran soldados profesionales; en la Guardia Nacional se foguearon en las campañas contra los indios bárbaros. Llegaron a ser generales y coroneles, y al honrarlos, rendimos aquí homenaje a sus soldados, los guerreros anónimos que compraron con su sangre la victoria. Fueron los carabineros montados de Nuevo León quienes frustraron en Querétaro el formidable ataque con el que, en el Cerro del Cimaterio, los imperiales estuvieron a punto de romper el sitio. 
Y es que el señor Juárez no fue un caudillo enviado por el destino, sino el hombre que en virtud de un mandato constitucional aceptó la responsabilidad  de gobernar a un país que él y sus correligionarios estaban comprometidos a reconstruir para convertirlo en la morada digna de un pueblo inserto ya, plenamente, en el segundo tercio del siglo XIX. Ni don Benito ni sus colaboradores soñaban con un México poderoso:
  Ellos sólo luchaban por un México más justo, sin odiosas distinciones de castas ni tribunales especiales. Sabían que el parto del México moderno iba a ser doloroso, y no podía ser de otra manera, pues la Reforma , magnífica y heroica, armada más con ideales que con cañones, desafiaba al poderoso partido de los fueros y privilegios.
 Los hombres de la Reforma tampoco ignoraban que un México en llamas, vuelto contra sí mismo, despertaría apetitos imperiales.
  Y así, el 31 de mayo de 1863 el Presidente Juárez, por segunda vez en su mandato, tuvo que abandonar la capital de la República. En aquel momento terrible, los días más dramáticos de la vida nacional, con los ejércitos extranjeros casi en las goteras de la ciudad de México, el señor Juárez, al abordar la carroza negra dijo a los mexicanos:
 --Espero que preferirán todo género de infortunios y desastres, al vilipendio y al oprobio de perder la independencia o de consentir que extraños vengan a arrebatarnos nuestras instituciones y a intervenir en nuestro régimen interior.
 Palabras de acero. Así lo exigían las circunstancias.
 Pero volvamos en el tiempo. En su viaje al norte, perseguido por franceses y conservadores, el señor Juárez llegó a Nuevo León. Santiago Vidaurri ejerce un cacicazgo feroz y tan poderoso que, por la fuerza del dinero y las armas se anexa Coahuila y parte de Tamaulipas.
 Las entrevistas de don Benito con Vidaurri en Monterrey fueron amargas y se produjo la ruptura. Pero Nuevo León estuvo siempre con la República y la Reforma. Fue un nuevoleonés, Ignacio Zaragoza, quien venció a los franceses en Puebla, y fue un agricultor de Galeana, Escobedo, quien recibió en Querétaro la espada de Maximiliano.
 Para Nuevo León y para todo México había una causa por la cual valía la pena pelear y seguir peleando hasta alcanzar la victoria, y había un Presidente que se supo ganar la confianza del sector progresista de la sociedad mexicana.  Quedaron atrás el derrotismo de 1847, y el desánimo que, como veneno paralizante, le siguió.
 Es largo y duro el camino del Presidente Juárez, quien en su carruaje lleva el honor de la nación. En la marcha por el desierto hasta Paso del Norte, que hoy lleva su nombre, escucha las relaciones de batallas perdidas, de gente que defecciona, de republicanos que cambian de chaqueta.
 Algunos de sus colaboradores se pronuncian por un entendimiento con el imperio; otros, de plano le piden al Presidente de México que renuncie. Pero Juárez no se rinde. Algunos de sus  generales tampoco y, al fin, después de diez años de guerra, en el verano de 1867 la República alcanza el triunfo.
 La victoria es total, incontestable. Las coronas imperiales yacen en el polvo y a nadie le interesa recogerlas. El mundo ve con respeto a esta nación que supo vencer al invasor que vino de fuera y al hermano que fue enemigo y vuelve a ser hermano. La República se sabe fuerte y en su fuerza manifiesta generosidad. Son muy pocos los servidores del imperio que sufren castigo. Finalmente, sólo hubo un Leonardo Márquez  Don Ignacio Manuel Altamirano, en su novela corta "Navidad en las montañas", interpretó y difundió este espíritu de reconciliación.
La guerra ya terminó: trabajemos unidos, hay que reconstruir al país.
 El señor Juárez regresa a la ciudad de México el 15 de julio del ya citado año de 1867. Comenta don Daniel Cosío Villegas: 
 --...Sonaba ya la hora de olvidar el pasado y afanarse por el futuro.
 Así lo entiende don Benito y así lo dice a la nación:
 --No ha querido ni ha debido antes el gobierno, y menos debiera en la hora del triunfo completo de la República , dejarse inspirar por ningún sentimiento de pasión contra los que lo han combatido...Encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a obtener y consolidar los beneficios de la paz...Que el pueblo y el gobierno respeten los derechos de todos, pues entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz. 
 Todos iguales ante la Ley. México se había encontrado a sí mismo.

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